"Hace unas semanas mi mundo se derrumbó: me avisaron que el gobierno me revocó DACA"

“Hace unas semanas mi mundo se derrumbó: me avisaron que el gobierno me revocó DACA”

Cortesía de la autora

Cortesía de la autora

Originally published by Univision

Actualmente trabajo como asistente legal en un despacho de abogados especializados en inmigración en un suburbio de Atlanta. Ahorro dinero para estudiar derecho y sueño con ejercer como abogada especializada en inmigración. Pero hace unas semanas mi mundo se derrumbó: me avisaron que el gobierno de Estados Unidos revocó mi estatus como receptora de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), una política de la era de Obama que otorga permisos para trabajar y estudiar a jóvenes indocumentados que llegaron a Estados Unidos cuando eran pequeños . Tuve que parar de trabajar y conducir. Tenía miedo de salir de mi casa porque, sin DACA, no tengo permiso legal para estar aquí. Gracias a la ACLU y la firma donde trabajo, Kuck Immigration Partners, un juez ordenó a que el gobierno reevaluara mi solicitud para renovar mi DACA. Pero todo sigue en el aire.

Lo que me sucedió le podría pasar a cualquiera de los 750,000 jóvenes cuyas vidas dependen íntegramente de este sustento que el gobierno estadounidense nos brindó a través del programa DACA.

Cuando llegué por primera vez a Estados Unidos proveniente de México, tenía 11 años y no sabía que mi familia carecía del estatus. Pero sí me daba cuenta de que a mi papá, que fue conductor de camiones en México, lo ponía nervioso conducir. Antes de subirse al automóvil, lo revisaba para verificar que todas las luces funcionaran y siempre se fijaba que tengamos los cinturones de seguridad puestos, hacía todo lo que podía a fin de evitar cualquier motivo para ser detenido por la policía. Una vez, cuando lo citaron por una infracción de tránsito, mis padres estaban muy angustiados. Mis hermanos y yo no entendíamos el motivo , ellos nos decían que era porque mi papá no tenía número de Seguro Social. No sabía lo que quería decir pero sí sabía que algo andaba mal.

En la escuela preparatoria, la realidad me dio una cachetada cuando una profesora repartía documentación para una clase de educación para conductores. “Asegúrense de completar este formulario”, dijo. El formulario pedía mi número de Seguro Social. Quise preguntarle mi número a la consejera estudiantil (quizá lo conocía), pero me acordé del incidente de mi papá. Si mis padres no tenían un número de Seguro Social, entonces era muy probable que ninguno de nosotros lo tuviésemos. Por primera vez me di cuenta de que el problema de mis papás también podía impactarme. Me pregunté: ¿Esto va a impedirme que conduzca? ¿Qué otras cosas más me impedirá hacer? Me sentí desamparada, como que ni trabajando duro iba a poder resolverlo.

Luego de un día de preocupación, fui a ver a la consejera estudiantil, quien me dijo que sólo escriba mi número de identificación de estudiante. Pero, desde entonces, estaba nerviosa todo el tiempo. A medida que mis hermanos y yo crecíamos, nos topábamos con más y más documentos propios de la adultez. Sabía que mi número de identificación de estudiante no podría usarse para completar documentos por siempre. Tenía la sensación de que mi futuro de repente iba por un camino diferente al de mis amigos, que los pasos que todos los demás hacían hacia la adultez no podrían servirme.

Mis padres trabajaban por las noches limpiando edificios de oficinas vacías de 5 p.m. a 5 a.m. Siempre me decían que la educación podría darme una mejor vida. Tomé clases avanzadas (AP), me uní al club Francés y soñaba con ser la primera de mi familia en terminar la escuela preparatoria e ir a la universidad.

Pero la falta de número de Seguro Social seguía haciéndose notar. A diferencia de mis amigos, no pude realizar una prueba de conducir ni recibir una licencia. En la escuela, una profesora nos dijo que necesitábamos nuestros números de Seguro Social para realizar la práctica para el examen SAT. Más tarde me comentó de manera privada que escriba mi número de identificación de estudiante y realicé el examen. Luego, en una feria universitaria, los reclutadores también querían mi número de Seguro Social. Me sentía desolada y preocupada de que no iba a ser posible ir a la universidad. La educación, el camino que mis papás me habían prometido que podía llevarme a tener una mejor vida, parecía algo imposible para mí.

Al año siguiente, mi penúltimo año en la escuela, una reclutadora latina me invitó a asistir a una feria universitaria para estudiantes latinos y me empecé a cuestionar si la universidad podría ser posible después de todo. Me armé de valor y decidí preguntar a uno de los reclutadores: “¿Qué pasa con los estudiantes que no tienen número de Seguro Social?”. Después de decir eso, pensé: Dios mío, ¿realmente pregunté eso? ¡Me delaté! Pero me dijo que los estudiantes indocumentados pueden ir a la universidad. Quería llorar, no sólo porque mi mundo de repente estaba repleto de oportunidades, sino porque me dijo una palabra que definía la situación de mi familia: indocumentada. Escuchar esa palabra me hizo sentir que formaba parte de algo más grande, que había otros en mi misma situación.

Fue entonces cuando tuve una palabra que definía mi estatus y la esperanza de que no me iba a impedir avanzar en mis estudios. Tenía un plan respecto de lo que iba a hacer luego de graduarme de la escuela preparatoria: iría a la universidad. Trabajé duro en Kennesaw State University y solía quedarme dormida en el piso de mi sala mientras estudiaba. Al principio, sentía que mis obligaciones me dejaban poco tiempo para la vida social. Pero después de un tiempo hice amigos nuevos . Conocí a personas como yo: otros que eran los primeros de sus familias en ir a la universidad, personas que querían hacer una diferencia en el mundo. Me convertí en miembro fundadora del capítulo de la Lambda Theta Alpha Latin Sorority. De repente, la universidad parecía divertida y empecé a sentir que tenía un lugar.

Todo eso cambió en un solo día en mi último año en el 2010. Estaba estacionando el automóvil y un oficial de seguridad del campus me dijo que estaba obstruyendo el tráfico. Me pidió la licencia de conducir y no tenía ninguna para darle.

Me detuvieron y me llevaron a la cárcel del Condado de Cobb, era una sala grande con catres a su alrededor repleta de mujeres. Al otro día, llegaron los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) para hacerme una serie de preguntas y después de unas horas me dijeron que me iban a deportar a México. Todo mi arduo esfuerzo no hizo nada en un abrir y cerrar de ojos. No importa la persona que soy, solo que yo soy una indocumentada. La palabra que una vez parecía que me ofrecía una oportunidad ahora se convirtió en una condena.

Me trasladaron a otra cárcel y luego, aproximadamente una semana después de mi arresto inicial, me trasladaron al Centro de Detención del Condado de Etowah en Gadsden, Alabama, un edificio deteriorado en medio de la nada. Cinco de nosotras fuimos admitidas al mismo tiempo y los oficiales nos dijeron que debíamos desnudarnos y ducharnos juntas. Trajeron una manguera delgada conectada a una máquina y nos rociaban con algún tipo de sustancia química. Nos sacaron nuestras prendas y nos dieron uniformes verde esmeralda. Hay situaciones tan degradantes que quedan marcadas para siempre. Para mí esa fue una de ellas.

Semanas más tarde, hubo una manifestación a favor de la inmigración en Atlanta y mis hermanas de la Sorority aparecieron con camisas con nuestras letras griegas y carteles que decían “Todos Somos Jessica”. Pronto mi historia apareció en CNN. Llegué a las noticias nacionales.

Treinta y siete días después de mi arresto, uno de los oficiales vino a mi celda . “Jessica, empaca tus cosas”, me dijo. “Te vas a tu casa”. Me enviaron de vuelta a Atlanta y me liberaron.

Luego de mi liberación, un periodista trató de contactarme a la dirección que un oficial de policía había copiado de mi tarjeta de identificación durante mi arresto. Pero, mientras estaba detenida, mis padres se habían mudado a otro lugar en Atlanta por temor a que también fuesen arrestados. El alguacil local se enteró de eso y supuestamente pensó que di una dirección falsa a la policía. Así que,nueve días después de mi liberación, él me acusó de un delito mayor: dar información falsa a un oficial de policía. Pese a que no hice nada malo y me declaré no culpable, terminé haciendo trabajo comunitario y se desestimó el cargo.

Estaba entusiasmada y aterrorizada de volver a la universidad. No sabía cómo iban a reaccionar mis compañeros después de haber estado en el centro del debate de la inmigración. ¿La gente me despreciaría? ¿Me hostigaría? ¿Sería capaz de continuar yendo a la universidad? Para mi sorpresa, la mayoría actuó igual que siempre y algunos fueron sumamente amables. Algunos compañeros venían a hablarme y me decían: “Realmente no entiendo lo que pasa, pero te deseo lo mejor”.

El gobierno federal me otorgó una acción diferida, lo que significaba que tenía permiso para ir a la universidad, conducir y trabajar, y seguir luchando por mi sueño de convertirme en abogada especializada en inmigración, además de que no iba a ser deportada. Me gradué de la universidad el 11 de mayo de 2011. Fue el día más feliz de mi vida.

En 2012, cuando el presidente Barack Obama creó el programa DACA, la acción diferida que recibí finalmente estaba disponible para cientos de miles de estadounidenses. Estaba eufórica. El programa otorgaba un permiso temporal para permanecer en Estados Unidos y trabajar o estudiar a los jóvenes cuyos padres los trajeron indocumentados a este país de pequeños y que cumplían determinadas condiciones. Me sentí segura.

En julio de 2013, el gobierno me aprobó para recibir DACA y renové mi estatus en 2015.

A principios del mes pasado, otra vez solicité la renovación de mi DACA y presenté la misma información sobre mis asuntos legales tal como lo hice las primeras dos veces. El 8 de mayo de este año me dijeron que mi DACA había sido revocada debido a mis “antecedentes penales” . Ningún aspecto de mi situación legal ha cambiado en los últimos siete años. Los oficiales me decían que eran mis “antecedentes penales” porque era culpable de un delito mayor, aunque el cargo en su totalidad se basó en un malentendido, me declaré no culpable y éste se desestimó. A fines de mayo, el Departamento de Seguridad Nacional incluso admitió en un escrito legal que yo nunca tuve una condena por un delito mayor. Hace poco, un juez de un tribunal de Atlanta ordenó al gobierno que reconsidere mi solicitud de DACA .

Hay 750,000 receptores de DACA en los Estados Unidos. Aún no sabemos cuántos podrán ser vulnerables a lo que me sucedió. Soy afortunada por contar con abogados privados y porque la ACLU trabaja en mi caso, pero si no hubiese sido por su intervención, los oficiales tal vez nunca hubiesen tenido la obligación de reevaluar e informarme por qué el gobierno revocó mi estatus. Otros en situaciones similares tal vez no gocen de tanta suerte.

En diciembre, el entonces presidente electo Trump señaló que quería lograr que los soñadores como yo sean “felices”. “Vamos a hacer algo”, prometió. “Ellos fueron traídos aquí siendo muy pequeños, han trabajado aquí, han ido a la escuela aquí. Algunos fueron buenos estudiantes. Algunos tienen trabajos maravillosos. Y están en el país de Nunca Jamás porque no saben qué les va a pasar”.

Aún no sabemos qué va a suceder tanto conmigo como con todos los demás soñadores. Sin embargo, si es verdad que Trump desea que nos sintamos “felices” y “orgullosos”, entonces su gobierno, como mínimo, debe asegurar que está considerando nuestros casos de manera justa.

Sabemos que hay cientos de miles de otros jóvenes que, como yo, tienen historias de padres luchadores que vinieron a este país por la esperanza que ofrecía. ¿Quién se beneficia si nos deportan? ¿Nuestro país realmente sale beneficiado?

Mientras escribo esto en Atlanta , tengo miedo de que, en cuestión de semanas, me notifiquen que el gobierno desea deportarme y enviarme a un país al que nunca conocí como adulta y me obliguen a comenzar mi vida de nuevo.

DACA me ayudó a tener una vida en la comunidad donde crecí y que la considero mi hogar. Me permitió planificar el futuro, un futuro por el que mis padres y yo hemos trabajado muy duro para hacerlo realidad. Todo lo que quiero es tener la oportunidad de continuar trabajando en aras de dicho futuro.

Nota: La presente pieza (publicada originalmente en Político, en idioma inglés) fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.

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